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lunes, 3 de septiembre de 2012

Lo que vi el día que abrí la puerta


 Ese día, o esa noche, vi una horda de padres y madres desparramados en el espacio, coleando agitadamente al son de la música popular. Padres obreros, trabajadores de mono y horario completo, consumidores empeñados en mostrar una rebeldía tibia e incrédula.

Ellos y ellas, padres y madres, pululando en el espacio en el que buscan dónde dejar al infante, al Niño, que ha de ser Atendido.

Y ahí estoy yo cual Madre Faustina de Cala Vadella, en mi espacio, más allá de la puerta que acabo de abrir. El Niño en cuestión ha de ser tratado con cuidado, con absoluta discreción sobre su estado, silencio y devoción monjil, todo por el módico precio acordado.

Poco o nada importa el precio, lo que importa es que esté ubicado.

Frente a mi, el Niño se retuerce como un condenado: piernas, manos, hombros y rostro desencajados, descompuesto cual Picasso. Ahí está el Niño, tocado por el estigma del malformado, desnutrido o maldito, agitando los brazos frente a un Padre desubicado, que aparta la mirada horrorizado.

Claro, y no es para menos. De hecho yo abandono el lugar, huyo hacia una galería larga y estrecha donde mi Padre, el TodoPoderoso ungido por la ley de los elegidos, me dice “escucha, de un lado la gente, del otro el trabajo y del otro el nido. Es la receta”.

Estoy asimilando la receta cuando aparece un hada, una Vieja Pizpireta, especie de adolescente ajada que salta por los aires mientras ensarta bigas por lo alto. Vuela con la biga cual SuperEspaña, la Miss Argentina y la reina del Pecado. Increíble mina. Va lanzando las bigas como dados con fuerza y puntería, aunque falla en el último tramo. No es el hada tan infalible como creía.

De todas maneras hemos llegado a la cocina, hay cacerolas, platos, cubiertos dispersos. Descubro una sopa de letras con mejillones rojos y abiertos. La sopa es bonita, apetitosa, se ven las letras brillando en el tomate. Le meto un dedo y la pruebo, es a la vez dulce y salada, gustosa. Está calentita…“mmmhhh buen plato” pienso cuando aparece una fila de indios americanos, a cual más guapo y sonriente. Vienen cargados de cazuelas, son varios. Ante mis excusas y mi interés por quién ha cocinado, sonríen encantados, y repiten sonrisa cuando anuncio mi valoración: Excelente Trabajo.

El día que abrí la puerta se funde en la noche, cada tanto. Ayer se fundió en la playa junto a dos jovencitas que se soleaban. Una de ellas confesaba divertida “la oscuridad me confunde”, y luego risas. La oscuridad confunde y la luz ilumina, como con Rita. Una perrita que conocí en la Cala, paseando extraña. Iba dando saltitos y suspendiendo las patitas a la altura del pecho, bien rara Rita. Pues bien, parece que tiene una burbuja en el cerebro por un susto en el parto, y cree que es pata. A veces se contorsiona, o se excita, cual epiléptica maldita. Aunque por lo demás, una inteligente y feliz perrita según su dueña que la ama.

Hoy la puerta estaba entreabierta cuando entró el llanto de mi hijo. La puerta del mar estaba ahí, expuesta como una verdad descarnada, una injusticia velada que se deja sentir cada tanto en un gesto desesperado, el lento mugir de mi hijo atravesado, herido por el mundo y el sobrevivir a los Cuidados.

Arrastrado de dolor estaba también el pingüino herido de Diana, mi Gran Amiga, la Sorda que Ve lo que me ha sido vedado. Ella repara en un recuerdo bien atado, el padre la dejó de lado cuando quiso salvar al bicho malherido, llevándolo en el coche durante quilómetros en los que éste se defendía a picotazos. El pájaro luchaba contra la Salvadora, y en la bañera pudo ser bien atendido, sin veterinarios y con agua del lavabo.

“Al mar, de dónde ha venido” dijo en esa ocasión el Padre Ungido.

Y en el mar fue visto, el Niño con alas, aquel que me fue entregado por la tierra y el cielo, habitando en su isla encantada y con plantas de abrigo.