Ese día, o esa noche, vi
una horda de padres y madres desparramados en el espacio, coleando agitadamente
al son de la música popular. Padres obreros, trabajadores de mono y horario
completo, consumidores empeñados en mostrar una rebeldía tibia e incrédula.
Ellos y ellas, padres y
madres, pululando en el espacio en el que buscan dónde dejar al infante, al
Niño, que ha de ser Atendido.
Y ahí estoy yo cual Madre
Faustina de Cala Vadella, en mi espacio, más allá de la puerta que acabo de
abrir. El Niño en cuestión ha de ser tratado con cuidado, con absoluta
discreción sobre su estado, silencio y devoción monjil, todo por el módico
precio acordado.
Poco o nada importa el
precio, lo que importa es que esté ubicado.
Frente a mi, el Niño se
retuerce como un condenado: piernas, manos, hombros y rostro desencajados,
descompuesto cual Picasso. Ahí está el Niño, tocado por el estigma del
malformado, desnutrido o maldito, agitando los brazos frente a un Padre
desubicado, que aparta la mirada horrorizado.
Claro, y no es para menos.
De hecho yo abandono el lugar, huyo hacia una galería larga y estrecha donde mi
Padre, el TodoPoderoso ungido por la ley de los elegidos, me dice “escucha, de
un lado la gente, del otro el trabajo y del otro el nido. Es la receta”.
Estoy asimilando la receta
cuando aparece un hada, una Vieja Pizpireta, especie de adolescente ajada que
salta por los aires mientras ensarta bigas por lo alto. Vuela con la biga cual
SuperEspaña, la Miss Argentina y la reina del Pecado. Increíble mina. Va
lanzando las bigas como dados con fuerza y puntería, aunque falla en el último
tramo. No es el hada tan infalible como creía.
De todas maneras hemos
llegado a la cocina, hay cacerolas, platos, cubiertos dispersos. Descubro una
sopa de letras con mejillones rojos y abiertos. La sopa es bonita, apetitosa,
se ven las letras brillando en el tomate. Le meto un dedo y la pruebo, es a la
vez dulce y salada, gustosa. Está calentita…“mmmhhh buen plato” pienso cuando
aparece una fila de indios americanos, a cual más guapo y sonriente. Vienen
cargados de cazuelas, son varios. Ante mis excusas y mi interés por quién ha
cocinado, sonríen encantados, y repiten sonrisa cuando anuncio mi valoración:
Excelente Trabajo.
El día que abrí la puerta
se funde en la noche, cada tanto. Ayer se fundió en la playa junto a dos
jovencitas que se soleaban. Una de ellas confesaba divertida “la oscuridad me
confunde”, y luego risas. La oscuridad confunde y la luz ilumina, como con
Rita. Una perrita que conocí en la Cala, paseando extraña. Iba dando saltitos y
suspendiendo las patitas a la altura del pecho, bien rara Rita. Pues bien,
parece que tiene una burbuja en el cerebro por un susto en el parto, y cree que
es pata. A veces se contorsiona, o se excita, cual epiléptica maldita. Aunque
por lo demás, una inteligente y feliz perrita según su dueña que la ama.
Hoy la puerta estaba
entreabierta cuando entró el llanto de mi hijo. La puerta del mar estaba ahí,
expuesta como una verdad descarnada, una injusticia velada que se deja sentir
cada tanto en un gesto desesperado, el lento mugir de mi hijo atravesado,
herido por el mundo y el sobrevivir a los Cuidados.
Arrastrado de dolor estaba
también el pingüino herido de Diana, mi Gran Amiga, la Sorda que Ve lo que me
ha sido vedado. Ella repara en un recuerdo bien atado, el padre la dejó de lado
cuando quiso salvar al bicho malherido, llevándolo en el coche durante
quilómetros en los que éste se defendía a picotazos. El pájaro luchaba contra
la Salvadora, y en la bañera pudo ser bien atendido, sin veterinarios y con
agua del lavabo.
“Al mar, de dónde ha
venido” dijo en esa ocasión el Padre Ungido.
Y en el mar fue visto, el
Niño con alas, aquel que me fue entregado por la tierra y el cielo, habitando
en su isla encantada y con plantas de abrigo.